Sarko, único hijo superviviente del parto primerizo de Suri, ha dejado de mover el rabo.
De padre desconocido, Sarko ha sido un perrillo de mirada triste y carácter apacible y bonachón. Flaco y fibroso, a veces, de perfil, se afinaba con planta de podenco y otras veces ponía cara como de perro de Velázquez, sereno y distante.
Favorito de mis hijos por su tamaño escueto, su discreción (no le oímos nunca un mal gruñido) y su docilidad ante la caricia, conservó siempre cierta naturaleza gatuna, celoso a ratos de su intimidad y adicto a las excursiones exploratorias solitarias.
En realidad, en sus dos años escasos en el planeta tierra, Sarko solo ha desarrollado un talento notable, el de la fuga. Nunca llevó bien lo de quedarse en el corralito y procuraba evadirse por cualquier medio. Primero escarbando túneles bajo la alambrada, lo que nos llevó a zuncharla de hormigón. Después saltándola, lo que nos hizo recrecerla y luego, nuevo rizo del jodido Houdini canino, subiendose al techo de su casa y desde ahí trepando por los alambres, chucho funambulista, para escaparse y dormir al raso, olisquear hembras y gozar el mundo.
Precisamente ha sido su pasión por la libertad lo que ha terminado costándole el pellejo. De su última fuga, hace una semana, volvió cabizbajo e inapetente. Al parecer en el día y medio que anduvo en extravío comió algún cebo envenenado para alimañas o ratas. Buscó su refugio y fue dejándose ir en la misma puerta de la bodega.
Qué curioso lo que llega uno a encariñarse con un animal. A mis hijos, que lo criaron con biberones, les he dicho que como perro explorador insobornable se ha marchado a al definitivo descubrimiento del mundo, un viaje sin marcha atrás. Veremos lo que dura el efecto de esta mentira. Mª Ángeles y yo lo hemos visto apagarse impermeable a nuestros cariños.
Sarko, amigo, si hubieras sido un perro creyente te hubiera contado estos días alguna patraña sobre el cielo perruno, donde niños vestidos de un blanco inmaculado te rascan la panza a cada momento y de los árboles cuelgan embutidos y chucherías. Pero en las últimas miradas que cruzamos quedó claro que no. Que a lo único que podía comprometerme era a proporcionarte una sombra fresca bajo el olivo más próximo a la bodega. Y no te pareció mal, entendí.
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