Los norteños llaman sirimiri a la lluvia fina y continua de gotas muy menudas. Aquí de esa lluvia no tenemos. Cuando llueve lo hace de forma menos finústica y sosegada, con frecuencia en episodios violentos y torrenciales, con mucho estruendo y aparatosidad. En mi comarca, lo más parecido al sirimiri es el matachotos…
Es curioso como paisaje y lenguaje llegan a vincularse. Las colinas de prados verdes, bosquecillos de
caducifolias y voluptuosas ondulaciones se asocian a un elegante sirimiri
mientras que este país, áspero y estepario, agreste, produce un descarnado
matachotos, que no es sino una lluvia fina y muy fría, invernal, ligada a
vientos racheados y desapacibles, de gotas minúsculas que son casi hielo y que,
oblícuos y afilados, llegan a la piel como alfileres…
Pues eso, que hoy podando he tenido varios momentos matachotos. Del calar
bajaban ventareas destempladas
alternando con breves ventanas de sol que han terminado por echarme a casa. He aguantado como un machote cuatro o cinco
embestidas, pero al final lo he dado por imposible y me he venido a refugiar al
amor de la lumbre.
Así que, embrujado no, pero molesto y desconcertado por haber
perdido una mañana de poda, entro en calor y me reconcilio con la vida escuchando
a Ella. Siempre Ella…