En agosto no, porque entonces el pueblo se puebla de descerebrados que, a cualquier hora, se jactan de su simpleza a escape libre o berrean su estupidez a los cuatro puntos cardinales. Pero ahora sí. Ahora es un verdadero privilegio vivir en un lugarejo como Férez, en las orillas del pueblo, vecino a un arroyuelo asilvestrado y fragante.
Por la noche, con las ventanas abiertas me vivifica un airecillo fresco que sube hasta mi habitación mientras me adormezco oyendo el concierto sin fin de ranas y sapos, acompañados rítmicamente por el pitido regular del autillo, que aquí llaman cornichuelo y la melodía sin par del ruiseñor.
Al amanecer, otro concierto me saca de golpe del sueño inocente: el zurrebulle de los gorriones, el pe-pe-chí de verderones y herrericos, el zureo de las torcaces, el trino de colorines y petirrojos, el gorjeo de aviones y golondrinas, el bubú de la abubilla, que aquí llaman perputa, vaya usted a saber por qué… , el piar de carboneros y verdecillos, el cu-cú inconfundible del cuco, el canto irrepetible del mirlo, el silbido poderoso de la oropéndola, que aquí llaman moraligo, en clara onomatopeya de su canción…
¿Qué mas se le puede pedir a esto que dormirse arrullado por las ranas y despertarse con los pajaricos?
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