Aunque la vid es una planta gitana que tira p`alante en un espectro
muy amplio de climas, el mapa del vino
tinto queda acotado por unos límites climáticos muy precisos que son, al norte,
térmicos: el frío y los hielos; al sur térmicos y pluviométricos: la aridez y los
calores.
Lo curioso es que en esas regiones en las que las cepas
sobreviven con problemas, los vinos suelen ser más que interesantes. Nosotros, en el sureste peninsular, estamos
en una de esas últimas fronteras del vino tinto. El largo verano, seco y caluroso; las muchas
horas de sol tienden a hacer el vino en nuestra latitud alcohólico, falto de
acidez, pesado.
Aquí compensamos con altitud el problema derivado de la
latitud, jugamos con la pendiente y la exposición de las parcelas, con la
conducción de la planta y, en algunos casos, con el aporte ocasional de agua y,
oh, lo que era un país problemático para la viticultura puede convertirse en un
sitio privilegiado. La acidez se ajusta
a valores atractivos, el exceso de alcohol se transforma en potencia, la
pesadez en carácter.
Que un tragacuras como yo hable de fe quizás pueda resultar
chocante, pero lo cierto es que le tengo fe a este terroir, a veces jodido,
siempre singular.